¡Chale Glasgow!
Hace unos meses, mi esposa, mi hija y yo pasamos una noche en Glasgow, Escocia. Era una parada breve, un respiro antes de aventurarnos en las míticas Highlands. Nos hospedamos en un hotel céntrico, cómodo, sin grandes lujos pero funcional. Era noviembre, y en esas latitudes el sol se despide temprano, a eso de las 4 de la tarde, tiñendo todo de un gris melancólico. Decidimos salir a explorar antes de que la oscuridad nos envolviera por completo.
No habíamos caminado ni cien pasos cuando nos detuvimos en seco. No fue el frío cortante de Escocia lo que nos paralizó, sino la escena frente a nosotros. A orillas del río Clyde, unos veinte adolescentes y jóvenes estaban reunidos, inyectándose y fumando algo que, a todas luces, no parecía legal. Hablaban a gritos, con un tono rudo, haciendo gestos exagerados que llenaban el aire de tensión. Nos miraron de reojo, y aunque no sabíamos si eran una amenaza o solo chicos buscando atención, el ambiente se sentía pesado, como si hubiéramos irrumpido en un sueño ajeno, al estilo de Leonardo DiCaprio en Inception, cuando los habitantes de un sueño lo miran con recelo por alterar su realidad.
Nuestro plan era simple: caminar por un puente sobre el río Clyde que prometía una vista icónica del atardecer escocés. Pero no llegamos. La incomodidad nos ganó. Como buen chilango, criado en las calles de la CDMX "ya me la se", uno aprende a olfatear el peligro y a evitar riesgos innecesarios, más cuando vas con tu familia. Así que dimos media vuelta y tomamos otro camino, uno que nos llevó a una calle central sin mucho encanto y terminamos cenando temprano en un restaurante de comida rápida súper equis. La comida, como nuestra experiencia en Glasgow, fue un rotundo “meh”.
La experiencia fue un rotundo “meh”.
No dudo que Glasgow tenga su magia escondida, sus rincones vibrantes o su historia fascinante, lugares como la Kelvingrove Art Gallery o el Riverside Museum dan fe de ello. Pero, comparada con Edimburgo, donde estuvimos días antes y nos enamoramos de sus calles empedradas y su energía acogedora, Glasgow nos dejó una impresión fría, sucia, casi hostil. Nos fuimos lo más rápido que pudimos, sin mirar atrás.
Y aquí viene la reflexión:
Ciudades y marcas son como primos lejanos: si llegas como turista —o como usuario— y no te atrapan, te llevas un sabor de boca tan “meh” como nuestra noche en Glasgow. Lo que vivimos esa tarde helada de noviembre fue puro desencanto, nada que nos motivara a quedarnos (o a volver).
Con las marcas pasa igual. Si no le pones cuidado a cada detalle —un clic que responda bien y rápido en tu página web, una experiencia de check-in que te haga sentir en casa cuando llegas a tu hotel, una app que no te saque canas al tratar de usarla, un correo que no parezca escrito por un robot, o un menú que no te obligue a sacar la lupa—, los usuarios se van más rápido que nosotros huyendo de Glasgow.
En klok, diseñamos experiencias que dejen huella. Queremos que cada interacción con tu marca, desde navegar tu página hasta leer un manual, transmita calidad, estilo y creatividad. Porque cuando lo haces bien, los usuarios no solo se quedan: vuelven por más y traen amigos, pero si lo haces mal, te ganas un "meh" y pierdes un cliente.